Lecturas: "MW"

Como cada fin de año, servidor se plantea volver de una vez al gimnasio, a intentar quitar estas acumulaciones de grasa tan poco estéticas que redondean mi figura a media altura. Gana la pereza, cómo no, pero estos días he podido leer un voluminoso tomo que, al menos, me ha servido también para hacer un poco de pesas. MW de Osamu Tezuka no sólo es una herramienta gimnástica, sino que es una de las mejores lecturas de este año que ya va acabando.


MW
Osamu Tezuka
Planeta DeAgostini


Cada vez que leo algo de Osamu Tezuka siento como si descubriera un diamante en una mina de circonio. Gracias al maestro del manga y a Jirô Taniguchi me he acercado al manga, que lo tenía denostado por la pobre y aburrida selección de material que llegaba a este país. Cómo iba a imaginar que tenía por descubrir a un autor como la copa de un pino que además era el artífice de series de animación que pude ver de pequeño como Simba, el lleó blanc y La princessa (pongo los títulos en catalán porque así conocí estas series). Por fin, he podido disfrutar de Adolf, Buda, Fénix, Astro Boy, Metrópolis, La princesa caballero, etc., y, ahora, de MW.

Tezuka tiene dos caras, ambas igualmente geniales. Era capaz de encandilar al más pequeño de la casa y, en un alarde incomparable de dominio de registros, cautivar al lector más maduro con obras de profundo calado psicológico y social. Adolf supuso mi toma de contacto con el Tezuka orientado al público adulto y MW es la constatación de que todo lo que se podía hacer en el campo del manga seguramente ya lo consiguió el maestro.



En MW somos testigos de un recital de maldades provocadas por un oscuro y ambiguo protagonista. Más malo que la tiña, se podría decir en tono jocoso, Michio Yûki es capaz de todo para conseguir sus objetivos: el homicidio a sangre fría, maquiavélicas y retorcidas maquinaciones, mantener relaciones con personas de todas las edades y de cualquier sexo... Yûki es un maestro de la manipulación y el asesinato, todo provocado por la exposición accidental a un gas venenoso, a un arma química elaborada por un gobierno extranjero y probada en una pequeña isla de Japón. Yûki y el padre Garai, quince años atrás, se encontraban en la isla de Okinomafune y, por caprichos del destino, resultaron ser los únicos supervivientes tras la liberación del gas MW. El padre Garai salió ileso, pero no Yûki, quien sufrió un terrible dolor de cabeza. De ahí pasamos al presente, con Yûki perpetrando toda clase de vilezas y el padre Garai, con un gran sentimiento de culpabilidad, tratando de oponérsele.

La historia de MW sirve como excusa a Tezuka para sacar a relucir todas las miserias imaginables del ser humano, aunque no sólo de las que hace gala Michio Yûki. Por sus páginas desfilan toda clase de políticos, empresarios y banqueros ávidos de poder, corruptos, carentes de cualquier escrúpulo. Si en Yûki el gas MW parece ser el agente causante del despertar de una reprobable ética latente en su interior, se desvela que la cúpula de la sociedad tiene una moral tanto o más decadente que la del propio Yûki. La atrocidad y la virulencia de los actos de Yûki contrastan con la velada participación en el pasado de los objetivos de su venganza. Tezuka desgarra la hipocresía de una sociedad enferma que señala las fechorías en primer plano de una víctima del hambre de poder de los gobernantes que deviene en verdugo cuyos intereses van más allá de la mera ejecución y que, al fin y al cabo, está perfectamente integrado como uno de los elementos más destacados de dicha sociedad.